EL ANILLO Por Marta Robles EL RELATO Marta Robles (Madrid, 1963) es periodista y escritora. Actualmente colabora con el periódico La Razón y el programa Espejo Público, de Antena 3. El ensayo novelado Lo que la primavera hace con los cerezos (Espasa) es su último libro. Seguir leyendo © Duncan P Walker/Getty Images Me han echado. Después de un año dejándome la piel para que me renovaran el contrato cuando finalizara, me han deja-do en la calle. Sin compasión. Desconozco el motivo. Qué más da. Solo sé que aquí estoy, en el mismo tren de todos los viernes, rumbo a Sevilla y sin saber qué le voy a decir a Macarena. Sé que ella será comprensiva. Pero también sé que notaré la angustia en sus ojos. Su decepción. Pienso en nuestra vida, en nuestros hijos... Y en eso estoy, cuando mi compañera de asiento me pide paso. A ella le ha tocado la ventana, a mí el pasillo. Ni en eso he tenido suerte hoy. –¿Me permite? –me pregunta tras colocar con destreza su maleta en el portaequipajes, mientras agita su melena rubia y perfecta y llena el compartimento de olor a perfume caro. –Pase, pase –respondo levantándome. Se sienta sin rozarme, deja su bolso de marca en el suelo, gira la cara hacia la ventana, coloca sus manos con manicura perfecta sobre el regazo y se duerme al instante. Claro. No tiene preocupaciones. Seguro que su piso está pagado y su cuenta corriente bien nutrida y no en números rojos como la mía. No puedo evitar mirar el único anillo que lleva, junto a la alianza, en su dedo anular. Las piedras, de buen tamaño, refulgen como si se hubieran tragado todo el sol de un alegre verano. ¿Cuánto costará? ¿Treinta mil euros? ¿Cuarenta mil? Yo podría pagar durante años la hipoteca de mi casa con lo que vale ese anillo. La vida es muy injusta. Mucho. Intento dormirme yo también y cuando estoy a punto de conseguirlo, la señora me pide paso de nuevo. –Discúlpeme –me dice–, necesito ir al lavabo. Espero a que regrese para intentar conciliar el sueño por fin, o al menos para poder cerrar los ojos y pensar, o dejar de pensar, o… Cuando lo hace y se sienta de nuevo, se que-da otra vez dormida en pocos minutos. Siento envidia. Por su facilidad para conciliar el sueño, por sus joyas y por lo que intuyo que es su vida. Me levanto ahora yo para ir a ori-nar. Entro en el aseo y me sorprende que huela tan bien. Es el perfume de ella. Lo reconozco. Orino sin dejar de ator-mentarme recordando las malditas deudas que tendré que afrontar solo con el subsidio de desempleo. Tras hacerlo, al ir a lavarme las manos descubro, con sorpresa, que mi compa-ñera de compartimento... ¡ha olvidado allí su anillo de brillan-tes! Lo miro una y otra vez con avaricia. ¿Qué haría yo con una joya como esa, que a ella no le sirve más que para ador-nar sus preciosas mano? La tomo entre las mías y la coloco bajo el chorro de la luz. ¡Cómo brilla! Pienso en quedármela. Ella no la necesita y yo... La introduzco en mi bolsillo y me vuelvo a mi asiento. Sigue dormida. Cuando anuncian que llegamos a Sevilla, despierta. Ni la miro. Quiero quedarme el anillo. Es lo que tengo que hacer. En ese momento suena su teléfono y ella asiente, mientras unas gruesas lágrimas reco-rren sus mejillas. Me siento mal. No sé qué le ocurre, pero… saco el anillo del bolsillo y se lo devuelvo. –Tenga –le digo–, lo olvidó en el aseo.