Una mujer sin sombrero Por ANABEL VÁZQUEZ EL RELATO Anabel Vázquez (Sevilla, 1971) colabora en publicaciones de viajes, tendencias, moda y actualidad. Es autora, además, de Piscinosofía (Ed. Libros del K.O.), un personalísimo “tratado acuático”. Seguir leyendo Ilustración creada a partir de dos imagenes de © Clu / Getty Images y © ilbusca / Getty Images -¿Tiene valor sentimental? -Ninguno, solo económico. -Vaya. A la persona que atendía reclamaciones de objetos perdidos le decepcionó la sinceridad de Isabel. Ella había olvidado su sombre-ro nuevo en el vagón y en esa ventanilla no entendían que aún no le había dado tiempo a tomarle cariño. Salió de la estación rene-gando de su despiste y con la cabeza descubierta. No contaba con comenzar así el día. Una semana antes había buscado en Google: hoteles con piscina cerca de Madrid en tren. Ella no conducía y ya había asumido esa limi-tación. Lo que no le daba la gana de asumir era un verano sin piscinas. Isabel pedía siempre asiento de ventanilla, porque era peliculera y las protagonistas nunca se sientan en pasillo. Tras el cristal aparecían edificios, castillos, gentes… No podía ni leer: menudo espectáculo es la vida. Quizás por eso Isabel olvidó recoger aquel sombrero carísimo. Era distraída, pero no tanto. Si lo hizo fue porque vio algo, en el viaje de ida, sentada en el 4A. Era una casa con una piscina rectangular y azul; es decir, con una piscina perfecta. Estaba tan cerca de la vía que distinguió a un chi-co nadando en ella; casi podía oler el cloro y el bronceador. Fueron segundos, maldita sea la alta velocidad, pero suficientes para saber que la felicidad era eso: no el tipo, sino esa sensación de estar ajeno al mundo, en una piscina. Ella tomaría los trenes necesarios para atra-parla. Llegó a la piscina de su hotel e hizo lo previsto: mojar las páginas de la revista con el agua que caía de su pelo, sentarse en el bordillo, nadar, dormir. ¿Qué estaría haciendo el nadador? Seguro esa noche cenaba gazpacho. A la mañana siguiente, ella cambió su billete para regresar a Madrid a una hora parecida a la del día anterior. A Isabel se le aceleró el corazón a medida que se acercaba a la casa. “Ojalá se averíe el tren aquí”, pensó. No lo hizo, pero le dio tiempo a volver a ver esa escena que le había agarrado por el vestido y la había sacudido. Allí estaban el nadador y la piscina. A la semana siguiente hizo la misma ruta y reservó una habitación en el mismo hotel con piscina cerca de Madrid en tren. Repitió el viaje una vez por semana durante dos meses, siempre en asiento A y siem-pre encontró a esa persona nadando, en paz. Un día, el sol de la pisci-na (y el vino blanco con hielo) habían amodorrado a Isabel. Cuando se dio cuenta se había dormido apoyada en el cristal. Al despertar, vio a alguien sentado a su lado; al principio, no lo reconoció, porque llevaba sombrero; era él, el nadador contento. A los dos minutos le pregun-tó de dónde venía. Ella le respondió: “de una piscina”. Él sonrió y le dijo que también iba buscando una, una enorme e infinita, y que si le acompañaba. Ella, que no tenía mucho que perder ni nada que hacer en agosto en Madrid, le dijo el sí más grande que encontró; aunque prefería las piscinas finitas, esa era la mayor aventura que iba a vivir en mucho tiempo. Bajaron en Chamartín y cambiaron de tren. A las cinco horas estaban frente al mar.