+de 200 KM/H Las avenidas de este “Manhattan gallego”vibran de tráfico y gente que viene y va. Seguir leyendo Museo de Arte Contemporáneo de Vigo (MARCO) (izda.), inaugurado en 2002, marca la escena artística de la ciudad. Chalet El Pilar (dcha), hoy acoge la Casa da Xuventude. Billy King (abajo), batería de la banda de rock The Killer Barbies y fundador de La Iguana, mítica sala de conciertos. Un ourensano diría de Vigo que es su salida natural al mar; un coruñés, que está llena de portugueses, y un vigués se defendería de sus vecinos con aquello de: “Mientras A Coruña se divierte, Pontevedra duerme y Santiago reza, Vigo trabaja”. Y ante una frase así, cualquier gallego, por ambiguo que sea, convendrá en que la mayor ciudad de Galicia es también la más curranta, la más pro-letaria, desarrollada al calor de dos ejes industriales, los astilleros y la planta de Citroën. Una condición de ciudad obrera cuya fric-ción social sirvió de caldo de cultivo para una eclosión cultural que alcanzó su culmen en la movida de los 80, donde grupos como Siniestro Total, Golpes Bajos, Aerolíneas Federales, Os Resentidos o Semen Up ponían la banda sonora a la metamorfosis que supuso adentrarse en la democracia entre huelgas y reconversión naviera. Tiempos de piedras, manifestaciones y barricadas. También de conciertos, celebraciones y una vertiginosa libertad de la que ha quedado un sustrato rock’n’roll que fluye a través de diversas corrientes urbanas, una escena musical sana y locales que catali-zan la música y las tendencias, como La Iguana (Churruca, 14) o La Fábrica de Chocolate (Rogelio Abalde, 22); tiendas de vini-los, como Honky Tonk (Falperra, 18), o cafés míticos, como UF (Pracer, 19), donde casi puede reconstruirse arqueológicamente los últimos 30 años de la ciudad. Billy King (Vigo, 1966) es el ex batería de The Killer Barbies, la legendaria banda de rock que fundó junto a su ex pareja, Silvia Superstar. También es el último de los socios que quedan al fren-te de La Iguana, la mítica sala de conciertos. Por este local de la calle Churruca pasaron bandas como Green Day, The Offspring o Manu Chao. “Abrimos hace 32 años. Teníamos más ilusión y ener-gía que una central eléctrica”. Billy recuerda aquellos años dorados del Vigo underground, y echa de menos trabajar de forma sencilla y directa: “los acuerdos con los pequeños promotores y las ban-das se hacían de palabra desde un teléfono fijo. No había contra-tos, seguros, impuestos… No me gusta mucho la palabra under-ground, pero sin duda era una escena minoritaria y al margen de formalismos”. Durante todos estos años, en La Iguana han orga-nizado alrededor de 3.000 conciertos, unos 100 al año. “En Vigo sigue habiendo una escena sólida de rock, aunque obviamente hay nuevas tendencias musicales que no tienen nada que ver con el rock o el pop y tienen mucho tirón y un público propio”, reconoce Billy, para quien el barrio de Churruca “es mi zona favorita de la ciudad, y la que siempre se ha preocupado por la música y la cul-tura. De los bares más antiguos, me quedo con el Black Ball, San Amaro o Rin-Rang o Mogambo, y de los nuevos, suelo ir a Garlic, Soda, Radar y Kodax”. Un San Francisco a la gallega “Crecer en Vigo es alucinante”, cuenta Antía Van Weill, bajista de Bifannah. “Empecé a tocar siendo casi una niña. Monté mi pri-mera banda a los 14 con mi amiga Marta. Íbamos al conservatorio juntas y buscábamos aulas vacías para ensayar en nuestros ratos libres. De ahí salió Wild Balbina, que tan solo tuvo un recorrido de un par de años, pero nos llevó a tocar al Primavera Sound con 17 años”. Aunque vive en Madrid desde 2018, Antía se escapa a Vigo siempre que puede: “Muchas cosas han cambiado, especialmen-te en el ámbito de la cultura. Algo lógico cuando las instituciones públicas se preocupan más en destinar dinero a macroconciertos o sepultar museos que en apoyar lo local. Lugares como White Collective, La Caja, El Halcón Milenario… son ecos de una ciu-dad que pudo ser y no fue”. Vigo es una madre de hijos apasionados que la defienden hasta la muerte y la idealizan hasta lo imposible. “Si se contempla la ría desde El Morrazo, parece un San Francisco en miniatura”, asegura Germán Fandiño, el showman que está detrás de Tony Lomba, cantante de música ligera. Para Fandiño, la suya es la ciudad abso-luta, lo tiene todo: “Tenemos mar, río, monte, playa… Hay pocos peros”. Como dice Fandiño, Vigo, con sus cuestas constantes, se asemeja a otras ciudades de mayor calado. Cuestas empinadas de colina superpuesta que quiebran los paseos burgueses, por muy burguesas que sean las avenidas principales, aquellos ejes que suben desde el puente de Rande y García Barbón por la arteria de Príncipe, llegan al monte del Castro y enfilan hacia la plaza de España, la doble salida de Vigo hacia Madrid y hacia Portugal. Aún así, es una ciudad para ser caminada a paso ágil, a paso metropo-litano, porque, pese a ser una aldea crecida caprichosamente a orillas de la ría, las avenidas de este “Manhattan gallego” vibran de tráfico y gente que viene y va. Patrimonio arquitectónico en pie Bajo las escaleras automáticas y los fuegos de artificio, sobrevi-ve un Vigo castizo que se puede recorrer paseando por las ave-nidas y colinas, reconstruyendo siglos de historia atrapados en los muros de la Casa de Ceta o Arines (Praza de Almeida, 2), junto a la Colegiata hasta la sede del Colegio de Arquitectos (Doctor Cadaval, 5), cuyas asimetrías de muro y vidrio hablan de un futuro abierto e imperfecto. A pesar de todo lo que se ha demolido, Vigo conserva el Teatro García Barbón, el edificio neobarroco de Antonio Palacios, el Hotel Universal o el edificio Sanchón. Si bien, hay lugares todavía más emblemáticos que defi-nen la ciudad, como el Real Club Náutico (Rúa as Avenidas, s/n) –no olvidemos que la ciudad primitiva evolucionó de espaldas a la playa– o las casas humildes de los barrios periféricos, hijas de un racionalismo arquitectónico “corbusierano” en cuyos muros se atrapa la fricción y la verdad de esta ciudad. Sin embargo, para muchos, el verdadero Vigo es todo aquello que delimita la ciudad, como la ría, el puente de Rande... También la Panificadora, una antigua fábrica de principios de siglo pero abandonada en los 80. Un fantasma industrial que permanece olvidado mientras diversas iniciativas culturales pugnan por devolverlo a la ciudad. Pero el “viguismo” lo perdona todo, y siempre mira hacia adelante. Porque como dicen los locales: “A chorar a Cangas y a pedir, a Príncipe”.