EL ÚLTIMO VIAJE Por ÚLISES BÉRTOLO EL RELATO Ulises Bértolo (Madrid, 1967) es abogado, académico de número de la Academia Xacobea y profesor de Derecho. Autor de las novelas: La sustancia invisible de los cielos y Orthodoxia, ahora publica La Dama del Norte (Editorial Planeta). Seguir leyendo © Digital Visions/Getty Images En contraste con el insoportable bochorno de aquella tarde que parecía no haber llegado a su punto más alto, el aire acondicio-nado del vagón desprendía un aliento fresco que invitaba a cerrar los ojos. Yo estaba exhausto, con el pecho todavía desbocado tras una jornada infernal de trabajo. Enfilaba ya el tren la salida de la estación cuando localicé la minúscula porción de acero y cristal de la ventana de mi despacho en la inmensidad de las torres de la Castellana que ya, a cierta distancia, parecían sobresalir del asfalto como las uñas metálicas de Freddy Krueger en la mítica película ochentera de Pesadilla en Elm Street. ¿Quién no ha tenido alguna vez el sueño terrorífico de acabar atrapado en sus garras? —Vaya desgracia –me dijo sin preámbulos el viejo sentado enfren-te–. Es usted joven todavía. ¿Desgracia? No entendí lo que quería decir con desgracia y opté por dejarlo correr. Le dije mi nombre y él a mí el suyo, le estreché la mano y me sorprendí de lo fría que la tenía. —Vuelvo a Orio –dije afablemente–. Ya sabe, se pone uno a tra-bajar y cuando se da cuenta han pasado cinco años y no ha hecho una sola visita. El hombre apretó los labios y negó con la cabeza. —Una verdadera desgracia lo suyo. Esta vez la respuesta, tan fuera de lugar, me dejó completamente descolocado. —Perdone, pero no comprendo a qué se refiere con desgracia. —Me refiero a ese dolor –y me señaló el pecho con un dedo. —Ah, no es nada –dije apartando la mano del corazón–, es solo que llevo una semana horrible. —¿Me haría un favor? ¿Me enseñaría su billete? Casi al momento me encontraba buscando y rebuscando en mis bolsillos, la mirada huidiza, esquiva, como si fuese un polizón puesto en evidencia. —Pues no sé qué he hecho con él. —Puede que lo lleve en el equipaje. —No llevo equipaje. —No tiene billete ni equipaje, pero sí las manos frías y un ardor en el pecho propio de haber sufrido un infarto. —Usted sí que tiene las manos frías –le espeté, displicente. —No me malinterprete, no soy un entrometido, solo comparto con usted el mismo destino. —¿Se refiere a Orio? —Me refiero a la muerte –la palabra sonó tan precisa, tan incon-testable, que se me demudó el rostro. —¿Quién le manda? ¿Toni? Es él, ¿verdad? ¡Toni, sal de tu escon-dite, comadreja! –grité escrutando la cabina con la mirada. Nadie se inmutó, qué broma más desaprensiva, pensé dejándome caer de nuevo sobre el asiento. Tras un largo suspiro, el viejo adoptó una seriedad aún más grave y dijo: —Piense en el momento en el que decidió hacer este viaje. O casi mejor: piense en la última vez que estuvo en su despacho. Me contraje en un acto reflejo, como alcanzado por un rayo. Primer fogonazo: rostros dolientes, quejumbrosos, alarmados. Segundo fogonazo: la luz de una linterna que me ciega la mirada y pulula por las paredes y los cuadros. Tercer fogonazo: la expresión fría y profesional del médico de urgencias que certifica el deceso. No, no, no. Me abracé a mí mismo con fuerza, entre jadeos, como tratando de retener el alma. El viejo seguía ahí, acorralándome con la mirada, consciente de que por fin aceptaba el sinsentido de la muerte. —Es normal querer volver a casa. Aunque sea de muertos. El tren entró en un túnel y todo se oscureció de repente, sin más resquicio que las luces tenues y rojas de la morgue en la que habían depositado mi cuerpo. Qué ironía, pensé con los ojos fijos y entreabiertos. Parece que, al final, Freddy Krueger se ha salido con la suya.