+de 200 KM/H Seguir leyendo Flavie y Fred, en la destilería Maison Janot (dcha. arriba) de Le Panier, el lugar perfecto donde probar pastis. Los grafitis son seña de identidad de Marsella. Sobre todo, en Cours Julien, aunque también aparecen en barrios como Le Panier (abajo). El perfil de la Tour du Fanal del Fort Saint-Jean (izda. arriba) se integra en la cubierta del Mucem. Y desde el mar llegaron, por ejemplo, aquellos mercaderes griegos que, con el nombre de Massalia, levantaron los cimientos de esta ciudad. Desde entonces, hace más de dos milenios y medio, hasta la ciudad más antigua de Francia han llegado –y llegan– multitud de extranjeros (acompañados de sus sabores, cultura, formas de vida…), desde no pocos pueblos de la tierra, que han logrado con-vertir Marsella en una metrópoli multicultural. Esa visión, abierta al mundo, ha transformado el que fuera su puerto (su Vieux-Port, hoy atiborrado dique deportivo) en el cora-zón de la ciudad. Aquí se toma el pulso de la ville aux 100 quartiers (la ciudad de los 100 barrios), llamada así por la tanta diversidad que acumula. Y aquí también –en el Quai des Belges– tiene lugar el mercado de pescadores locales que a diario inicia la caden-cia de esta ciudad mediterránea. Mediterráneo, artistas y bullabesa “El Vieux-Port es el centro de Marsella”. Lo dice Christian Qui, quien a pocos metros de aquí abrió Bouillabaisse Turfu (1, Rue Pythéas), una cocina-taller (con servicio solo de delivery y take away) que recurre en su nombre al plato más “simbólico de Marsella” (bouillabaise: bullabesa) para armar una propuesta que, tomando “prestada la esencia de la cocina asiática”, se basa en el pescado fresco que compra “cada mañana directamente de los pescadores del mercado”, asegura. Aunque este chef marsellés –nacido en París y de padre vietnamita– no solo obtiene aquí el producto. “Me gusta la energía de este mercado, su humor y su gente”, confiesa. Una mini-lonja popular situada en un espacio que se recuperó para los marselleses hace diez años –coincidien-do con la capitalidad europea de la cultura–, gracias a un pro-yecto de peatonalización en el que participó Norman Foster, con una “discreta” marquesina donde se reflejan los viandantes. Fue, sin duda, una de las formas que inventó la ciudad para pre-sentarse ante el futuro. Aunque Marsella, pese a ser, como diría Víctor Hugo, “una ciudad antigua sin monumentos”, nunca olvida su pasado. Y para reconocerse en su historia, nada como alcanzar el barrio Saint-Victor, donde se encuentra –junto al Fort Saint-Nicolas, una de las dos fortalezas que protegen el puerto– el vesti-gio más antiguo de la ciudad: la abadía de Saint-Victor. Junto a ella, conviene detenerse en el taller –Atelier Deux Girafes (3, Place Saint-Victor)– de la ceramista Helene Bardot o recorrer la rue Sainte –con referencias gourmet, como la quesería La Laiterie Marseillaise o L’Enseigne 117, y concept stores como Sessùn Alma– para descubrir por qué esta área concentra la más reciente efervescencia de la ciudad. La rue Sainte conduce hasta Cours Honoré d’Estienne d’Orves, gran y turística plaza peatonal repleta de terrazas, que se concibió como canal –de la Douane– donde reparaban las galeras. Aquí, en el número 25, en un edificio de finales del siglo XVIII, coinci-den talleres de artesanos y artistas. Uno de ellos es Yann Letestu quien se define como “gran amante del mundo marino y los espa-cios infinitos”, se inspira, “en los viajes” (naturalmente) y habla del inmueble donde trabaja como “una bella curiosidad cultural”. ‘Street art’ por todos los rincones Arte urbano es el que ya no solo se manifiesta sino que invade otra de las mil caras de Marsella: Cours Julien –Cours-Ju, para los marselleses–. Y lo consigue desde las populares Escaliers (esca-leras) que dan acceso a la plaza que da nombre al barrio y que ya dejan intuir la esencia de este rincón creativo y ecléctico de la ciudad. Un área donde mandan las tiendas de segunda mano, los pequeños bares canallas, las galerías más alternativas, los locales para noctámbulos y, por supuesto, los grafitis. Por todos los rinco-nes. Unos firmados por referentes del street art: C215, Rémy Uno, M. Chat, Alice Pasquini.... Otros, quizás demasiado espontáneos. En su momento, Cours Julien fue “el vientre de Marsella”. Aquí se ubicó el mercado donde vendían aquellas frutas y verduras que llegaban, claro, por mar. Como vago recuerdo de esa función per-manece el cercano Marché des Capucins, ya en el contiguo barrio de Noailles, a un paso de la famosa Avenue de la Canebière. Allí se constata que si el Vieux-Port marca el pulso de la ciudad, Noailles esconde el corazón de la auténtica Marsella. Aquella que permite que gentes, idiomas y costumbres (de África y Asia, pero no solo) convivan y construyan su identidad. Pero aquella que tam-bién mantiene su esencia, reflejada en lugares como La Maison Empereur (4, Rue des Récolettes) una de las ferreterías más anti-guas (casi dos siglos) de Francia, o el Café Prinder (1, Rue du Marché-des-Capucins), que desde hace nueve décadas regenta la misma familia (los Prin-Derre, de origen italiano, por cierto). “Mis ilustraciones hablan de la oportunidad de haber nacido en una ciudad con tantas influencias y mezclas”. Lo asegura Cecylia Curtel, quien hace apenas un año abrió La Carterie CyL (2, Rue Puits du Denier), donde vende sus ilustraciones. Y lo hizo en Le Panier, un barrio que, a finales del siglo XIX, se organizó en torno a los oficios... del mar, claro. Un distrito que no esca-pa al turismo ni a la gentrificación, que mantiene un encantador espíritu bohemio, y donde se pueden degustar las típicas (pastas) navettes (Les Navettes des Accoules) o el licor marsellés por excelencia, pastis, en Maison Janot (Place des 13 Cantons). La Rue de Panier conduce hasta la Cathédrale de La Major, cuya silueta se refleja, uniendo pasado y presente, en el Musée des Civilisations de l’Europe et de la Méditerranée, situado jun-to al Fort Saint Jean, que se concibió, como su “gemelo”, el Fort Saint-Nicolas para protegerse de posibles rebeliones locales y no tanto para defenderse de foráneos. Y es que la ciudad tiene voca-ción de destino al que otros llegan; aunque, como dice Curtel, “Marsella es un viaje en sí mismo”.