LA PUERTA Por Yolanda Guerrero EL RELATO Escritora y periodista, Yolanda Guerrero (Toulouse, 1962), acaba de publicar El día que mi madre conoció a Audrey (Plaza&Janés), un romance entre dos jóvenes separados por la Verja de Gibraltar. Seguir leyendo © duncan1890/ Getty Images MIÉRCOLES, 10.00 h. AHORA. Acabo de llegar a Lisboa en el Lusitania. Si hay confinamiento, que nos pille junto al mar, Ramón, te dije el lunes. Volvamos al tren en el que nos besamos por primera vez. Volvamos a ser los que no sé si fuimos alguna vez. Pero solo he usado un billete. El mío. Lo llevaba en el bolsillo. El virus cierra mañana las fronteras. El Lusitania no tiene vuel-ta, es su último viaje. Como el mío. Pronto llegaré a la casa vieja de mi abuela. Dejaré las viejas puertas abiertas, me asomaré al viejo acantilado de Guincho y recordaré al viejo Luís de Camões donde, según él, la tierra se aca-ba y el mar comienza. Y todo será nuevo. Gracias al último tren, se ha acabado la tierra. Ahora empieza el mar. Hace doce horas que lo sueño. MARTES, 22.00 h. DOCE HORAS ANTES. He bajado a trompicones las escaleras, tengo miedo de que me alcances, tengo miedo de que el arrepentimiento se vuelva furia, tengo miedo… ¿cuándo empecé a tener miedo? ¡Taxi! Lléveme a la estación. ¿A qué estación? Me palpo el bol-sillo: a la que conduce al mar. Arranque ya, antes de que me vuelvan a cerrar la puerta que se abrió hace solo una hora. MARTES, 21.00 h. UNA HORA ANTES. La puerta se abre. Has tardado un día entero. Así no vale, Ramón. Has perdido el ate-nuante del impulso, del no-sabía-lo-que-hacía. Sollozas bajito, como si solo hubieras cometido un error pasaje-ro: perdona, mi amor, perdona… Yo no lloro. Estoy seca por dentro. Aprovecho tu instante de contrición, te empujo, trastabillas, atravieso la puerta por fin abierta. Y la de la calle. He cruzado mis arcos de triunfo, mi Brandenburgo. Me miro las piernas, húmedas y sucias, pero no tengo tiempo para la vergüenza. Corre, Ana, me digo. Corre escalera abajo. Corre como debiste haber corrido hace once horas. MARTES, 10.00 h. ONCE HORAS ANTES. Toda la noche en blanco. Tú la has pasado bebiendo. Yo, llorando. Era un informático, Ramón. Llevo horas repitiéndotelo. Estaba preparando el portátil para que, si el virus nos confina, pueda hacer desde casa lo que hago en el bufete. Un técnico, Ramón. No mi amante. Hace mucho que soporto tus celos, tanto como espero y temo la primera bofetada. Tanto como confío y anhelo que no llegue. Pero ya está aquí, en mi cara. La primera. Me has pedido perdón enseguida y yo, a cambio, un vaso de agua. Se me ha secado la boca de tanto hablar, te digo. Y el alma de tanto llorar, eso me lo callo. Lo que quiero es que me dejes sola. Sales, pero oigo un chasquido. ¿Una llave? ¿En esa cerradura oxidada de nuestro cuarto que jamás hemos usado? No, tú nunca me dejarías presa. Un virus, sí. Tú, no, nunca… Una puerta cerrada no es impulso, es alevosía. Me abalanzo al manillar. Inerte. Por fin lo veo todo claro: tú eres mi virus. No ha sido la primera bofetada ni la primera llave en la cerradu-ra. Han sido las únicas. Las últimas. Cuando abras, a este lado de la puerta no estará la misma mujer a la que le debes Escritora y periodistaun vaso de agua y una vida, Ramón. Tu puerta cerrada me ha abierto los ojos. Se acabó. Ahora tengo un billete de tren en el bolsillo.