+merece un viaje Santander fue, junto a Madrid, Getafe y Nueva York, una de las ciu-dades de José Hierro. Caló tan hon-do en el corazón del poeta madri-leño, quien pasó allí la infancia, el bachillerato y la Guerra Civil, que este procuró seguir vinculado a ella hasta el final de sus días, por más que se viese obligado a abandonarla debido a su encarcelamiento duran-te la represión franquista. Aunque pocos son los poemas dedicados a puntos concretos de la capital cán-tabra, muchas son, en cambio, las referencias en su obra a los lugares que le inspiraron, como el faro de Cabo Mayor, el Sardinero o la bahía de Santander. Cementerio © Teo Moreno Moreno / Alamy Stock - Jesús Marchamalo © Asis AYyerbe. En el cementerio de Ciriego se halla el Panteón de Ilustres con las cenizas de José Hierro. Jesús Marchamalo es autor del libro Hierro fumando, un recorrido por la vida del poeta. Seguir leyendo Lugares que este año, con motivo del centenario de su naci-miento (1922-2022), merece la pena visitar para entender plenamente su legado poético, pero también su rica y polifa-cética figura humana. “Todos tenemos la imagen de alguien que escribía a mano en los bares, a los cuales llamaba ‘la oficina’, un campecha-no, gran fumador y bebedor... Pero debemos acercarnos a su persona sin antecedentes, ya que su vida fue formidable y deslumbrante”, asegura Jesús Marchamalo, autor del libro Hierro fumando (Nórdica Libros), un esclarecedor recorri-do por el itinerario vital y literario de “Pepe Hiero”, al que conoció en los años 80 en los pasillos de Radio Nacional de España. Porque sí, las sorpresas con las que se topó el periodista madrileño al documentarse fueron mayúsculas, como que trabajó como listero en una obra en Torrelavega y de moldeador en una fundición de Maliaño, o que diseñó y compuso con dos cartulinas la cubierta del primer libro de Francisco Umbral, Tamouré. Por no hablar de su labor como crítico de arte en el diario Alerta. Pepe Hierro: arte, servilletas y poemas Precisamente, el aspecto artístico es el que Marchamalo abordará de nuevo en la biografía que está preparando sobre José Hierro con ocasión del centenario. Bajo el título de Vida, este volumen incluirá fotografías, dibujos y una antología poética seleccionada por el poeta y crítico literario cántabro Lorenzo Oliván. “Su vitalidad era inefable, desprendía ener-gía”, apunta Marchamalo. “Le gustaba hacer muchas cosas, escribía, nadaba, adoraba la música…Tenía una profunda opinión literaria, pero también filosófica y artística. Entendía muchísimo de arte y dibujaba muy bien. A veces lo hacía en servilletas que luego regalaba a sus acompañantes de mesa”. José Hierro atendía a los lectores de manera muy gene-rosa. No era extraño verle, equipado con acuarelas y rotula-dores, en la Feria del Libro firmando sus obras de un modo pictórico nada convencional, con flores, barcos y retratos. De hecho, solía decir que la única manera de vender libros de poesía era pintándolos. “Tenía cierta gracia el comentario, puesto que fue de los pocos poetas en alcanzar el éxito tanto de la crítica como de los lectores. Cuaderno de Nueva York vendió más de 35.000 ejemplares, una cifra insólita en la poesía contemporánea. Un libro de éxito suele rondar los tres o cuatro mil ejemplares vendidos”, aclara Marchamalo. De la ‘oficina’ al ‘minifundio’ Una de las oficinas de José Hierro en Santander fue el bar El Juco de la calle Cádiz, en donde una placa conmemorativa –incluida en la ruta de Ilustres del Ayuntamiento– recuer-da la casa en la que vivió el poeta, quien se construyó, para sorpresa de todos, una casita en el acantilado sobre la playa de Portio: era su minifundio de Liencres. Asimismo, era un habitual de la bodega El Riojano, lugar de encuentro y tertu-lia en los años 50 de los intelectuales que, como él, escribían en las revistas literarias santanderinas Proel y La Isla de los Ratones o participaban en la escena cultural de la desapareci-da librería y galería de arte Sur, fundada por el escritor, poeta y editor Manuel Arce en 1952 y “pilastra en la vanguardia y modernidad artística española”, tal y como describe uno de los Estudios de Patrimonio de la Universidad de Cantabria. Recuerda el escritor, historiador y académico Antonio Martínez Cerezo en el libro El Museo Redondo –dedicado a las barricas convertidas en obras de arte y expuestas en El Riojano desde la posguerra hasta nuestros días– que el entonces propietario de la bodega, Víctor Merino, invitaba a cenar y pintar las cubas a los renombrados artistas que acu-dían a la ciudad para exponer o participar en la agenda de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), a la que Hierro definió como “una isla de libertad” durante la eta-pa de la Transición y en la que fue profesor de los cursos de verano durante casi 40 años. Para seguir los pasos del elegido en 1999 como miembro de la Real Academia Española (Hierro no llegó a tomar pose-sión, ya que murió antes de leer su discurso de ingreso), es obligado por tanto recorrer el Palacio de la Magdalena, sede principal de la UIMP. Enclavada en la península que domina y protege la bahía de Santander, la antigua residencia vera-niega de los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia recibe hoy al visitante con estancias increíbles, como el Hall Real o el Salón Familiar, presidido por un retrato de la reina pintado por Sorolla. Este verano, para conmemorar la efeméride del poeta, organizó el seminario Leer a Hierro en el siglo XXI. “El mar es mi jardín” Puertochico, con su tipismo marinero, fue una constante en la vida del multipremiado escritor, Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1981, Premio Cervantes en 1998 y Premio Nacional de Poesía en 1953 y 1999, entre otros. Desde allí había intentado huir su familia de los horrores de la guerra en barco y, justo al lado, en el paseo marítimo, el Ayuntamiento decidió instalar, en 2008, el Monumento a José Hierro, para “perpetuar el amor” entre el poeta y la ciudad. La imponente escultura de acero, obra de Gema Soldevilla, representa la cabeza del autor del poema Junto al mar, cuyos versos sirvieron de inspiración a la escultora: “Si muero, que me pongan desnudo, / junto al mar. / Serán las aguas grises mi escudo / y no habrá que luchar. / Si muero que me dejen a solas. El mar es mi jardín. / No puede, quien amaba a las olas / desear otro fin”. Ese mar gris plomizo, azul y plata del norte al que fueron arrojadas parte de sus cenizas; el resto descansan en el Pabellón de Ilustres del cementerio de Ciriego, en Santander.