Expreso a Tocancipá Por Andrés Quintero Tocancipá EL RELATO Andrés Quintero Tocancipá (Bogotá, Colombia, 1960) acaba de publicar La Odiosita, (Editorial La Discreta), donde, a través de relatos, busca resucitar a su madre a través de la literatura. Seguir leyendo © DigitalVision Vectors/Getty Images Hoy tomaremos un tren a Tocancipá, el pueblo donde nacieron mis abuelos. Haremos un picnic familiar cerca, en el lugar sagrado don-de los Muiscas celebraban sus triunfos. De ahí viene el Tocancipá, que en lengua indígena significa “Las alegrías del Zipa”. Es irónico que también sea el apellido de mamá. Al entrar en la estación de principios del siglo pasado me parali-zo al ver la treintena de familiares que revolotean, bajo su cúpula de cristal y acero, como enjambre de mariposas en un invernadero. En medio del estruendo familiar, sobresale el silbido del tren que pare-ciera llamar al orden. Respiro profundo, y junto con mi esposa y mis dos hijas me dirijo hacia aquel caos que tanto se esfuerza en simular armonía. Por su altura, al primero que veo es a papá. —Hola, viejo —abrazo. —Hola, mijo —sonrisa generosa. —¿Feliz de ver a tres generaciones juntas? —pregunto al chamán de la tribu. —Sí, pero nervioso —responde—. No sé cómo reaccionará tu mamá. —¡¿Ella no sabe que vienes?!—adivino. —No, de lo contrario no vendría. Es su cuarto divorcio “definitivo”. De nuevo el silbato del tren, que ahora suena a alarma de emboscada. —No me mires así —dice papá—. Seguro, cuando recuerde lo que vivimos en Tocancipá, me perdonará. —¡Papá!, si mamá odia hasta las buenas sorpresas. ¡Imagínate esta! —Tú y tu sarcasmo —dolido, pero se transforma al ver sobre mi hombro. Me giro y veo a mamá que se acerca. —Hola, Eduardo, qué sorpresa —dice, con la misma entereza con la que ha logrado mantenerse sobria por más de veinticinco años. Papá, audaz, le da un beso cerca de la boca, demasiado según ella; no lo suficiente según él. —Hola, Elvira, estás más linda que siempre. Parece el reencuentro de amantes otoñales en una antigua esta-ción de tren. —Pues fíjate, la nueva vida que borra cicatrices —dice ella—. Solo las físicas —aclara. Un silencio largo. No puedo dejar de ver la cicatriz en su frente. Ese día llegábamos del colegio con mi hermano y la encontramos en el suelo, adormilada y con el rostro ensangrentado. Cuando quisi-mos socorrerla nos dijo, con la voz gangosa que tanto nos entristecía, que se había golpeado ¿otra vez? con el borde de la cama. El silbato del tren interrumpe el silencio con la orden de abordar. Esta vez agradezco su tiranía. Como somos tantos —casi todos con el Tocancipá en las venas— reservamos un vagón en este antiguo tren a vapor, que de expreso tiene solo el nombre. El primo Carlos lo define bien: “Puede que no sea un tren bala”, dice en voz alta, “pero casi… ¡es un tren baba!”. Todos nos reímos, menos papá que mira por la ventana ensimisma-do. Me pregunto si piensa en los años que vivieron en Tocancipá, cuando no sabían que ya nunca más serían felices. Ojalá este expre-so los llevara al pasado, al rescate de esas “Alegrías del Zipa”, que por herencia les pertenecerían. De nuevo el silbato del tren anunciando que por fin partimos. Esta vez suena a bufido de toro en embestida. Mi hija menor se asusta y llora.