SI HUBIERAS SIDO TÚ Por TONI GASA EL RELATO Toni Gasa (Lleida, 1979) es autor de la novela Tormenta de Verano (Editorial Milenio), y ha editado el libro de memorias El soldado que quería bailar. Memorias de la Guerra Civil Española en el frente de Aragón, de Antonio Serrado, su abuelo. Seguir leyendo DigitalVision Vectors/Getty Images El día se había hecho eterno para Jaime. Había tomado en Madrid el primer AVE de la mañana para asistir a una reunión en Barcelona en la editorial para la que trabajaba. Durante la jornada hubo algunas tensiones que, afortunada-mente, se resolvieron sin mayores contratiempos, pero ese tipo de enfrentamientos cada vez lo dejaban más exhausto. Ya en el tren de regreso, se acomodó en su butaca desean-do llegar a casa. Aunque le fastidiaban esas jornadas tan extensas, cada vez le pesaba más pasar la noche fuera de casa, por eso prefería ir y volver en el día porque, aunque agotador, en el tren directo era más llevadero. Sacó una nove-la del bolso donde guardaba el ordenador y los informes. Antes de terminar de leer la página, se quedó dormido. Abrió los ojos algo aturdido. Había perdido la noción del tiempo. Todavía no se había despertado del todo cuando dos hombres trajeados recorrieron el pasillo entre risas y se senta-ron unas butacas más adelante. Esa forma de moverse era la suya. Esa voz, sin duda, era él. Notó que sus pulmones y su estómago se contraían de forma violenta. Respiró profunda-mente y volvió a abrir el libro que seguía apoyado en su rega-zo. Intentó concentrarse en la lectura. Si sus miradas se cru-zaban, estaba perdido. Cuando recuperó un poco la calma, alzó los ojos despacio y vio que Ricard estaba sentado tres asientos más adelante, también en la butaca del pasillo pero del otro lado. Su voz grave le llegaba directa a sus tímpanos. Maldijo no haber encontrado plaza en el vagón de silencio. Volvió a mirar en diagonal y reconocer ese perfil que tantas veces había dibujado con sus dedos cuando estaban en la cama después de liberar todo el deseo del que eran capaces y que le quemó las manos. Jaime no lo había vuelto a ver desde el que día que se mar-chó diez años atrás. Le vino a la memoria el dolor del viaje de regreso a Madrid desde Barcelona, donde se había ido a vivir al poco de conocer a Ricard. Sólo llevaba consigo una maleta, una bolsa de viaje y un cargamento de ilusiones rotas que no sabía dónde colocar. Después de cinco años donde había tocado el cielo con los dedos —o eso creía él— Ricard se enamoró de otro y Jaime no tuvo más remedio que aceptar el fracaso. Volvió a empezar en Madrid otra vez, aunque la sombra de Ricard siempre estuvo muy presente. Nunca había vuelto a sentir temblar el suelo bajo sus pies cuando estaba a escasos centímetros de alguien, nunca había vuelto a percibir que el mundo era tan pequeño y su amor tan inmenso. Cerró los ojos pero sus pensamientos siguieron viajando al tiempo en que fueron eternos. La megafonía anunciaba que estaban llegando a Atocha. Abrió los ojos y su mirada se dirigió tres asientos más adelan-te. Los dos hombres trajeados que le llamaron la atención ya estaban levantados recogiendo sus maletas del portaequipa-jes superior. Respiró aliviado cuando no reconoció a Ricard. Bajó la mirada pero el dolor de la derrota lo tuvo clavado en el asiento hasta que el tren se paró por completo.