El hombre del andén Por Mayte Uceda EL RELATO Mayte Uceda (Asturias, 1967) autopublicó sus dos primeras obras, consiguiendo situarlas entre los libros más vendidos en Amazon. Ahora presenta su quinta novela, El maestro de azúcar (Planeta), en la que viaja a la Cuba colonial. Seguir leyendo DigitalVision Vectors/Getty Images Lo veo cada mañana desde mi asiento de ventanilla. Es un anciano que aguarda inmóvil en el corazón del andén. Viste bufanda, som-brero borsalino y descansa apoyado en un bastón. Es una visión anacrónica, como un alma en tránsito colocada en el andén por las manos de Dios. Unos dicen que espera a su nieto, que se marchó por diferencias irreconciliables; otros creen que su soledad lo diri-ge a la estación de tren para colmarse de vida. Al principio me mueve la curiosidad, pero pronto me domina la obsesión. A veces siento ganas de saltar a la plataforma y abordarlo: “¿Qué hace aquí cada mañana, señor? ¿A quién espera? ¿Dónde está su familia?”. Tres minutos de receso bastan para llegar a su lado, arrojar las preguntas y regresar a mi asiento. Pero en el último ins-tante me invade el complejo de hurón entrometido, de modo que me quedo en mi sitio, tragándome las ganas de averiguar la verdad. Y así van pasando los meses, hasta que una mañana el anciano no aparece. Alguien comenta que fueron los servicios sociales, que lo llevaron a su casa, pero al día siguiente el hombre vuelve a su sitio como quien vuelve al hogar. El trayecto de hoy es cálido, el cielo azul nos acompaña por tie-rras infértiles salpicadas de brotes de vegetación. Mi asiento de ventanilla es sagrado, mi momento zen, vaciar la mente mientras dejo el mundo atrás a velocidad de vértigo. La máquina aminora la marcha al penetrar en la estación. Y allí está el anciano un día más, tan quieto como el pasado, como la muerte, como un junco helado por el invierno, los ojos cegados por su relato interior. El convoy se detiene. Las puertas se abren. Para sorpresa de todos, el hombre accede al interior del tren. No salgo de mi asombro y lo busco en el vagón contiguo. Lo encuentro sentado a la vera de una chica que me mira con disimulada extrañeza. Regreso a mi asiento sumido en un mar de incógnitas. ¿Adónde va? ¿Por qué hoy? ¿Acaso su voluntad no era esperar sino partir? Al llegar a la capital recojo mis cosas y me dirijo al vagón donde está el hombre. El tren se detiene y yo espero en medio del pasillo, provo-cando una cola a mis espaldas que comienza a quejarse. El anciano se pone en pie apoyando el peso en el bastón y se baja con torpeza. Siento que estoy a punto de resolver el enigma. La emoción se agol-pa conmigo en el andén y lo persigo entre la gente, lo veo avanzar desorientado mientras sortea pasajeros que se apresuran a marchar-se. Entonces se paraliza frente a un joven que va a su encuentro. Se miran sin hablar. Las emociones se apretujan en el semblante del joven. Los segundos se alargan. La plataforma se queda vacía. El anciano adelanta el cuerpo, pero se detiene. Es el joven quien extiende los brazos y lo envuelve con su cuerpo elástico. La espalda del hombre se sacude en estertores de llanto. Cuando al fin se sepa-ran, el joven aferra la mano de un chico que aguarda a su lado. El anciano se quita el sombrero, se vuelve hacia él y se coge a su brazo. Después, los tres abandonan juntos la estación.