Como un extraño agujero de memoria Por Blanca Lacasa EL RELATO Periodista, ilustradora y escritora, Blanca Lacasa acaba de publicar Las hijas horribles (Libros del KO), un ensayo literario sobre las “difíciles” relaciones entre madres e hijas. Seguir leyendo © DigitalVision Vectors/Getty Images Mauro lleva años sin salir de su pueblo. No recuerda cuándo fue la últi-ma vez. Pero, sobre todo, es incapaz de rememorar cuál fue el motivo. Mauro tiene 38 años, aunque todo el mundo piensa que son menos cuando tiene la boca cerrada y unos cuantos más cuando la abre. Y en esos 38 años, Mauro ha debido de salir de su pueblo dos veces, tres a lo sumo. Una fue para ir al entierro de su abuelo que vivía en una provincia limítrofe. Otra fue para conseguir unos medicamentos que necesitaba su padre. Y la otra, si sucedió, que ya empieza a dudarlo, la ha olvidado. Como un extraño agujero de memoria. Resbaladizo y pegajoso. Desde que Mauro sabe que tiene que volver a viajar en tren anda intentando rellenar esa laguna. Sin éxito. Piensa en más decesos, en fantasiosos encuentros amorosos, en revisiones médi-cas, en notarios estirados y hasta en huidas. Nada. El motivo de esa tercera vez se le escapa una y otra vez. Y Mauro, con la paciencia propia de alguien que no tiene demasiado que hacer, ha hecho listas, anotado palabras, apuntando pistas y ordenando recuerdos, tratando de reconstruir ese viaje fantasma que su memoria ha tenido a bien archivar en algún lugar de imposible acceso. Pero sea esta la tercera o la cuarta vez que sucede, lo cierto es que, en breve, a Mauro le toca nuevamente coger el tren. Va solo. Le manda su madre. Tiene que ir a recoger algo a casa de un fami-liar remoto. Mauro no entiende bien la necesidad de personarse existiendo el servicio postal. Pero ¿qué sabrá él? Igual hasta le vie-ne bien. Y no por salir un poco. Ni por hacer, al menos, un viaje por década vital. Ni siquiera por esa sensación absolutamente fastuosa de sentir que a uno le desplazan. No. Lo único que espera Mauro es recordar aquella tercera vez. Cuando por fin llega el día, Mauro está nervioso. Acude a la estación con tiempo. Demasiado. Ve desfilar señores apresura-dos, perros en minúsculos trasportines, niños en pequeñas sillitas. Hasta que se detiene un tren en el andén en el que está esperando. Un tren que, sin comprobar destino, sabe ser el suyo. Sube. Se acomoda pegado a la ventanilla sin preocuparse dema-siado de la numeración. Enseguida el artefacto arranca y comienza ese movimiento que a Mauro siempre le ha fascinado. Un “siem-pre”, es cierto, que abarca tan solo dos veces, quizás tres, pero que, para Mauro, comprende una totalidad inexplicable para muchos. Con el movimiento y la distancia, el tren empieza a hundirse en ese paisaje que resulta ser común a todos los viajes en tren (una franja azul y otra amarilla o verde con el reflejo del asiento opuesto en transparencia sobre ellas). De repente, a Mauro le parece que en su vagón hay más perso-nas de las que percibió en un principio. Y hablan. Mucho. Tanto que es incapaz de abstraerse de las conversaciones que le llegan entremezcladas y, sin embargo, extrañamente diáfanas. Escucha a un bebé intentar explicarle a su madre –en términos que a Mauro le resultan inquietantemente científicos– por qué el uso de esa marca de pañales no es adecuada para el pH de su piel. Oye a un perro argumentarle a su “dueño” las razones por las que viajar en tren es, en criterios de sostenibilidad, infinitamente más adecuado que cualquier otro medio de transporte y que, aun así y conocedor de ello, no puede evitar marearse. Somatiza, dice el can. También escucha a un Ficus Lyrata (Mauro lo ha reconocido solo por el tono de voz, ligeramente atiplado en contraposición con el mucho más grave del Ficus Robusta) quejarse sobre la dureza del agua del lugar de destino. De repente, toda esa alegre cháchara se ve interrumpida por un revisor que le pide a Mauro su billete. Mauro no lo encuentra. Rebusca una y otra vez. Nada. El revisor le dice que ha de enten-der que sin billete no puede viajar, que en la próxima estación ten-drá que apearse. Mauro mira a los lados en busca de ayuda. En el compartimento no hay nadie más.